Como cada noche, desde hace unas cuantas noches, vencida por el sueño y tropezando con las puertas que me negaban el camino a la cama, llegué, por fin, sana y salva a mi dulce lecho.
Y como cada noche, desde hace unas cuantas noches, me dejé abrazar por el silencio, acariciar por las sábanas y comencé a sentir ese maravilloso estado de sueño en el que, no se sabe muy bien por qué, uno solo quiere dejarse llevar.
Y entonces, esa noche, como cada noche desde hace unas cuantas, comencé a soñar… Aunque esta vez el sueño era diferente al que había tenido cada noche desde hacia unas cuantas, era un sueño en el que me sentía feliz… Y de repente, y como por un extraño encantamiento, todos mis problemas habían desaparecido: me sentía bien, alegre, ligera, contenta, feliz.
Miraba a mi alrededor y solo veía campo, pero era un campo cortado, limpio, con un camino sinuoso que no tortuoso limitado por bancos de madera, por bancos que uno quisiera habitar.
Y de repente quise sentarme en uno de esos bancos, si, solo quiero quedarme allí y ver pasar la vida, sentir el aire, y la luz, y el sol y respirar y oler a hierba húmeda y a mar, y a hierbabuena y a tomillo quería quedarme allí.
Pero ocurrió algo extraño no supe bien por qué, el camino, ese camino que llevaba al mar me llamaba como un canto de sirenas, me hacia llegar hacia un lugar donde los girasoles llegaban hasta el final del horizonte, donde se escuchaba música y donde quería quedarme si en la ladera de una colina, un hombre tocaba la guitarra, y era un sonido conocido, era una canción conocida y era una voz conocida y yo quería quedarme allí, con él, escuchando esa música, sintiéndome bien quería cantar, gritarle al mundo que me sentía bien que era feliz.
Pero tampoco pude hacerlo no podía dejar de andar mis pasos me llevaban, uno tras otro, al mar, al horizonte, allí donde el olor era diferente, el aroma era azul inmenso, era tan fuerte que casi me impedía respirar y allí, al final del camino estaba mi casa una casa que me resultaba tremendamente familiar, cálida, acogedora una casa que olía a pan recién hecho y que me hacía sentir bien un lugar donde pareciera que hubiera vivido mil años ya.
Y allí, en el porche de mi casa, sentada en un balancín, mirando el mar, sintiendo el aire y el sol, relajada, tranquila, contenta, sentí que un hombre me abrazaba y quise esconderme entre sus brazos, oler su aroma, sentirme pequeña, niña, tranquila, protegida, feliz y así, en un balancín orientado al norte, en una casa pintada de color lavanda, abrazada por un hombre que me hacía sentirme bien, Soñé que era feliz.