Miró por última vez el atardecer. La tenue luz del sol ocultándose bajo el mar, se reflejaba en sus ojos. Sabía que esa sería la última vez, dentro de mucho tiempo, en que vería al sol en el mar. Porque allí a donde se marchaba, no había mar; no frente a sus ojos todo el día. Era una buena idea: realmente nunca le había gustado el mar.
Quiso besar la arena, que se escurriese por sus manos, porque de cierto modo también la extrañaría, aunque no le gustaba para nada. Hubo tardes en que la arena fue un buen soporte a sus dolores y también a sus alegrías. Hubo tardes en que la arena aguanto sus pisadas alocadas, porque corría al agua y volvía, corría y escapaba otra vez. El mar había sido bueno con ella, y eso lo podía valorar.
Cerró los ojos y se imagino en aquel lugar. Aquel lugar que necesitaba, que deseaba con todas sus fuerzas. En alguna parte, alguna vez, había leído que la tele-transportación consistía en cerrar los ojos e imaginar el lugar que añorabas, y desearlo con todo tu corazón. Y eso era lo que ella hacía desde que se había separado desde ese lugar, todos los días, a toda hora.
Inhaló. Dejó que esa brisa se apoderara por última vez de sus pulmones. Ese aroma a mar; a peces, a sal. Ni siquiera ahora, que se estaba marchando, le bajaba la melancolía. Ni siquiera ahora, sentía que extrañaría todo aquello.
Observó todo. El mar, los edificios, la gente, los autos, las gaviotas. Desde entonces todo sería mejor. Se rió con fuerzas. Sonrió luego al cielo azul, se dio media vuelta tratando de que el viento no la despeinara por completo, y corrió lo más rápido que pudo hacia las rocas. Abrochó su cinturón de seguridad y miró por última vez todo lo que abandonaba. ¡Y era cierto, a veces tenías que marcharte de un lugar para saber que perteneces a él.! Ella estaba volviendo a donde pertenecía.