¡Paseando por el teclado, y con uno que otro vistazo a la pantalla, en medio de cables y corriente, encontré un corazón.! Estaba enredado entre los correctores de ortografía, entre paréntesis. En uno de sus pies se notaban laceraciones causadas, tal vez, por un intento de escape. Intento de escape, luego de meterse en problemas usando la cibernética.
Le pregunté qué hacía tan delicada persona en ese mundo de frialdad y me contestó que se debía a que él no creía que con incursionar en un chat habrían consecuencias ni lamentos, pero lo cierto es que, con ese dolor, con esa forma, con esas ganas de aventurarse, se decidió a pedirle a sus manos que teclearan un par de frases y de rimas.
Todo bien, todo en orden. Era enviar un sobre y esperar el próximo. El otro remitente estaba como a 8 mil kilómetros, y eso hacía que todo fuese seguro, fácil de dejar. Pero, -me contó- que era así como las drogas un fuerte vicio del que quedó prendado.
No pudo más dejar de escribir y contestar. A veces no comía, a veces no iba al baño, sólo esperando a que saliese el aviso de “tienes un mensaje”. Cuando llegaba, había fiesta, había un silente júbilo que se alimentaba desde la aparición del mensaje hasta los dos clicks, desde cuando todo se transformaba en expectativa. “Era todo un loco escenario, si te pones a ver”, dijo, “porque cuando conocí la posibilidad, la negaba desde siempre, y ahora, algún tiempo después, soy esclavo a tiempo completo de este artefacto juntado con mi soledad”.
Ahora, luego de varios corrientazos, de varias ausencias del otro lado, se pueden ver cicatrices y heridas aún sin curar. No se sabe si hay ya escapatoria, o si, por el contrario, ese corazón habrá de andar, de ahora en adelante, con la mirada perdida, buscando unos ojos que no vio, unos labios que no besó, una manos que no acarició. Así nos pasa a muchos mis queridos amigos cuando buscamos amor por internet.