Año nuevo, vida nueva. Balance. Eso es lo que suelen hacer las personas en esta época del año, cuando aprovechan el cambio inminente en el calendario para soñar con dejar atrás sus problemas, conseguir sus objetivos y hacer todo tipo de promesas.
Muchos se conforman con proponerse cambiar de trabajo, apuntarse al gimnasio o dejar de fumar. Otros fantasean con cambiarse de piel y de vida, como si el nuevo enero viniera con la redención bajo el brazo, dispuesto a conjurar todos los males y borrar toda maldad de nuestra estela, poniendo la felicidad al alcance de nuestros dedos.
Por la parte que me toca, este año que se acabó ha sido para mí, como ya les he dicho en alguna ocasión, un año de cambios. Un año de ruptura y renacimiento, de búsqueda y de hallazgos, de llantos y de risas, un año de inconformismo y evolución. Y aunque me han hecho daño (ni más ni menos que a cualquiera), lo único que pido es que las cosas sigan pasando. Con lo bueno y con lo malo, con su sal y su pimienta, pero que ocurran, que sucedan.
Que la vida se mueva y no se quede quieta, aunque a veces se complique. Porque lo que más temo es que no me pase nada, que el tiempo pase inmóvil, sabiendo de antemano el contenido de los días, perder el margen para improvisar, para hacer un quiebre. Porque tenerle miedo al dolor es tenerle miedo a la vida.
Y nada hay que te ate más a ella que todo eso que sucede cuando conoces a alguien que te acelera el pulso y te nubla la razón. Alguien que te sacuda el corazón y la cama y te deje el regusto suficiente para recrearte durante días, macerando el recuerdo antes de dormir. Nada de amores baratos. Ese es mi propósito para el nuevo año.