Hace un par de años inicié una nueva etapa de mi vida, intensa y un tanto extraña. La verdad es que cuando parece que ya te quedan pocas cosas nuevas por experimentar a nivel de emociones, sentimientos y vivencias, te das cuenta de que la vida es un constante ir y venir, un fluir permanente de experiencias nuevas que te siguen sorprendiendo a cada paso y te hacen descubrir nuevos recovecos en lo más hondo de ti misma, por donde nunca te habías adentrado.
Sin ninguna duda, lo más sorprendente para mí y lo que más me ha marcado estos últimos meses, ha sido el ver cómo se tambaleaba bajo mis pies algunos de los cimientos sobre los que había construido mi vida. Aprender a caminar por la vida guardando silencios, practicando el oficio de soltar algunas de las cosas a las que me había ido aferrado sin darme cuenta, y aceptar su pérdida.
Tengo que reconocer que he llorado mucho en estos meses y que tuve que aprender a vivir con muchos miedos nuevos que nunca había experimentado, y aprender a enfrentarme a ellos para seguir caminando.
A veces me tambaleaba y, cuando estaba a punto de caer, conseguía abandonarme a la vida, acallar mi mente, incluso ir más allá del corazón, más allá de mí misma, más allá del más allá. Entonces me sentía renacer y el único sentimiento que me embargaba era el de la profunda gratitud a la Vida por su infinita generosidad.
Voy, vengo, vengo, voy, hoy me pierdo, mañana me encuentro y me vuelvo a perder. Pero ¡Anoche, bajo un cielo plagado de estrellas, en la soledad de la noche, volví a agradecer a la vida por tanto y tanto.! Y, mirando ese cielo, volví a reconocer en cada estrella a cada amigo y en cada amigo, cada sueño compartido y cada abrazo.
Estamos solos, es verdad. En el fondo, todos lo sabemos. Pero qué dulce es saber que aunque caminamos solos siempre hay una estrella que te guía y un amigo que te abraza y sueña contigo. Y, de repente, ya no tienes miedo. Tan solo, esa infinita gratitud que aletea con cada latido de tu corazón y con cada bocanada de aire que respiras.